La Comisión Europa admitió a trámite en enero de 2013 la iniciativa legislativa popular (ILP) en defensa de una renta básica para toda la ciudadanía de la UE con independencia de su situación familiar y laboral. Un millón de firmas en siete países de la Unión serán suficientes para que el tema se debata en el Parlamento Europeo que salga de las elecciones del 2014.
Cuando los países de la Unión están demoliendo los restos del contrato social que inauguró hace más de 60 años el Estado de Bienestar, cuando se pierden servicios públicos gratuitos y subsidios sociales, cuando nos han lanzado a una cainita competencia fiscal y laboral que arrastra a la ciudadanía europea a niveles cada vez mayores de pobreza y desigualdad, y cuando el fraude y la corrupción son un cáncer que mina los mimbres de lealtad imprescindibles para vivir en sociedad, admitir a trámite una propuesta tan ambiciosa como la Renta Básica Universal puede parecer demagógica o extemporánea. Sí, una ILP a contracorriente, pero cuyo debate tendrá la virtud de fijar el horizonte del nuevo contrato social al que aspira cada una de las fuerzas políticas en Europa y del grado en que se comprometen a poner freno al desmantelamiento actual del Estado de Bienestar en la UE.
Es cierto que España no es Suiza, paraiso fiscal con una tasa de paro del 4% que tiene en trámite someter a referendum una renta básica universal, ni es Qatar o Alaska donde fondos públicos derivados de la propiedad comunal proporcionan esa renta básica a todos sus nacionales, pero sí podemos acercarnos a Bélgica, donde ya existe un seguro de desempleo universal e indefinido a partir de los 18 años, y a otros países que mantienen todavía la garantía de rentas mínimas para algunos colectivos sociales, bien como subsidio, como salario o como pensión, y que poco a poco estamos dejando sin ninguna protección.
De lo que estamos faltos los países que compartimos un mercado común es de reconocer en nuestras constituciones una garantía homogénea de umbrales mínimos de dotación de servicios de bienestar social y de renta privada para toda la ciudadanía, sin vincular esos derechos a la situación familiar y laboral de cada cual y garantizados por los presupuestos nacionales y el presupuesto comunitario. La ILP puede ser, precisamente, el acicate que necesitamos para reconstruir el edificio de cohesión social europea que estamos tirando por la borda. Los aspectos técnicos y fiscales de la ILP son menos relevantes que el debate que suscitará sobre la necesaria homologación previa de derechos sociales y económicos en la Unión. Por eso es importante llevar la ILP al Parlamento Europeo.
La construcción de un mundo nuevo a partir de los escombros de la II Gerra Mundial tuvo que responder hace más de 60 años a la pregunta de cuánta desigualdad e incertidumbre se podría soportar en las economias de mercado sin poner en riesgo la cohesión social necesaria para librar a Europa del fascismo y el comunismo. A esa misma encrucijada llegamos en España a principios de los años ochenta, en plena transición.
En sociedades mucho más pobres y atrasadas que en la actualidad el esfuerzo redistributivo tuvo que ser, al menos, suficiente para garantizar la provisión universal de servicios públicos de bienestar social (salud, educación, vivienda, transporte…), una renta mínima suficiente para atender la cesta básica de consumo familiar, con independencia de la situación laboral de los afectados (subsidios sociales y pensiones no contributivas) y una relación entre las rentas del trabajo y del capital que fuera estable a lo largo del tiempo y que redujera su dispersión (salario y pensiones contributivas mínimas, negociación colectiva y penalización a las rentas en mercados de competencia imperfecta)
La transferencia fiscal de los más pudientes a los menos –en provisión de bienes públicos universales y de garantía de ingresos familiares mínimos – tuvo distinta intensidad y ritmo de implantación en cada país (en España habría que esperar a los años ochenta y estaría siempre por debajo de la media), y se llegó en muchos casos a tipos efectivos de más del 70% en la renta familiar y del 40% en la renta de las empresas. Esta politica de rentas tenía, además, la virtud de reducír la incertidumbre e inestabilidad de la actividad económica y tenía un fuerte impacto anticíclico que favorecía el pleno empleo y la mejora de las condiciones de trabajo.
Ciertamente era un mundo muy mejorable, pero al socaire de la crisis de los años setenta del siglo pasado, las multinacionales y los financieros arroparon una estrategia de acumulación de capital bendecida por los gobiernos, que fue desmoronando, poco a poco, el contrato social europeo a medio desarrollar. La globalización neoliberal, crisis tras crisis, y sus fundamentos ideológicos han ido trasmutando la defensa de lo público y lo social en defensa de lo privado e individual, alejándonos del punto justo y razonable para mantener la cohesión social. En pleno siglo XXI, ¡mucho más ricos que hace 60 años¡, vemos como Alemania se llena de minijobs y se vacia de la red social que fue construyendo piedra a piedra desde los 50 del siglo pasado, y los países del sur de Europa ocupan sus calles de pobres y desempleados y ven como desaparecen los derechos sociales y laborales consolidados.
En este contexto, recuperar, reclamar todo lo que se está perdiendo no solo es justo, sino posible y necesario. Rehacer un nuevo contrato social que amarre en los tratados europeos la cohesión social perdida, en forma de más y mejores servicios públicos gratuitos y universales y de una renta básica para toda la ciudadanía, como derecho universal y no como subsidio ante el infortunio, es cuestión de voluntad política.
Paradojicamente, tenemos en Europa mucho más de todo pero más desigualdad y más familias abandonadas a la caridad que hace treinta años. Es cruel que en España hayan 600.000 familias sin nada que llevarse a la boca, mientras 1400 personas controlan una capitalización empresarial cercana al 80% del PIB y el 1% de las familias acaparan más del 11% de la renta cada año y del 18% de la riqueza, aumentando esos porcentajes en plena crisis. Y el tipo efectivo del impuesto sobre la renta de aquellas familias que obtienen más de 600.000 euros de ingresos no alcanza el 28%, muy por debajo del que se tenía en la Europa de los años sesenta o en la España de los ochenta, por no hablar del desaparecido impuesto del patrimonio o la baja fiscalidad efectiva a las grandes empresas, privilegios que no compensa el mecenazgo del que presumen algunas grandes fortunas.
Se tolera y se justifica esta acumulación de patrimonio y renta, al punto que se luce incluso en programas de televisión para envidia de la audiencia, como si fuera mérito propio y no concesión de la “mano invisible” que hemos legitimado para asignar rentas, y como si nada tuviera que ver eso con los bajos salarios, la exclusión y el escaso gasto social dirigido a los más. Así que volvemos al principio, ¿Cuánta desigualdad estamos dispuestos a soportar en la misma ciudad en que habitamos? ¿Cuánto estamos dispuestos a corregir de la asignación inicial que realiza el mercado? ¿qué renta mínima y qué renta máxima es la que consideramos acorde con una sociedad justa y proclive a la estabilidad, el pleno empleo y el buen vivir?
Reivindicamos, pues, una fiscalidad suficiente no solo para financiar el gasto público, sino para hacernos más iguales. La dotación de servicios de bienestar social gratuitos y de aplicación universal, de una renta básica suficiente para garantizar una vida autónoma con independencia de la situación laboral o familiar de cada persona, y la reducción de la jornada y la vida activa para que trabaje toda la persona que lo desee nos conduce a una sociedad más igualitaria y nos acerca al modelo productivo acorde con la restricción ambiental, al cambiar trabajo superfluo dirigido al despilfarro de los ricos por trabajo socialmente útil para toda la población. Ese es el reto que debemos plantearnos en Europa y al que la ILP en defensa de la Renta Básica Universal puede servir de ariete.
Clemente Hernández Pascual
Miembro de Attac-Alacant y exprofesor de la Universidad de Alicante
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