La Confederación Europea de Sindicatos ha convocado a la ciudadanía en toda Europa a protestar por las políticas de austeridad que están imponiendo los gobiernos y en defensa de una Unión Europea social y democrática, convencidos de que o se avanza en la construcción de la Europa de los pueblos o nuestra vida irá cada vez peor.
Se sabía que la construcción de la Unión Europea era una sucesión de procesos de integración que causarían desequilibrios entre territorios y grupos sociales, beneficiando a unos y perjudicando a otros; pero se argumentaba que estas dificultades animarían a profundizar en la integración, como vía para resolver la desafección ciudadana en los territorios perdedores. La lógica del proyecto nacido en el Tratado de Roma (1957) era, pues, que antes o después se acabaría en una Europa federal o confederal.
Este optimismo venía refrendado por las teorías de la integración comercial que afirmaban que un Tratado de Libre Comercio (1957) acabaría en una Unión Aduanera, para evitar la competencia de la desigual tasa arancelaria con terceros países; y que la Unión Aduanera (1968) pone en primer plano la competencia de las subvenciones a las empresas y de la desigual normativa fiscal y laboral entre territorios, aspectos que la crisis de los años setenta dejó sin abordar, pues todos los países se lanzaron a «empobrecer al vecino». Luego vendría la integración de España y Portugal (1986) y, como un cohete, llegó el Mercado Común (1992) que dio plena libertad al movimiento de capitales, confiando en que la inversión extranjera fluiría hacia los territorios atrasados y no abordó la necesaria homologación fiscal y laboral, por lo que unos países (España, entre ellos) quedaban condenados a convertirse en el sureste asiático de otros más avanzados en productividad.
Con esta limitación, el Tratado de Maastricht (1992) vino a reforzar la competencia entre países y en el siglo XXI se inició un proceso de adhesiones que nos ha llevado de 12 a 27 países, con una gran diversidad fiscal y laboral que las empresas aprovechan para chantajear a gobiernos y trabajadores, bajo amenaza de deslocalizar la producción. Compiten incluso trabajadores que pertenecen a filiales de la misma empresa (en estos momentos, Cemex tiene a la plantilla de San Vicente sometida a este chantaje).
Con el Pacto por la Estabilidad y el Crecimiento y con la Zona Euro (2002) se consolidó la estrategia. Se diseñó una política monetaria que beneficia a los financieros y a las empresas multinacionales (Alemania tiene mucho de todo eso); se prohibió recurrir al BCE para colocar la deuda pública, perjudicando a los países necesitados de financiación internacional; el presupuesto comunitario quedó como una gota en un océano; se obligó al déficit cero a los gobiernos y se premió la competencia fiscal y laboral entre países. Las consecuencias de estas reglas de juego eran previsibles: reducción del gasto y las transferencias sociales, reducción de los salarios y precarización del empleo. Esta es la crónica de los últimos años en cualquier país de la UE.
En los años del boom (2002-2007) las consecuencias apenas se hicieron notar, adormecidos por la burbuja financiera en toda Europa, y las protestas tuvieron poco eco social. Pero, tras la crisis, los gobiernos presentaron como inevitable lo que era fruto de decisiones que habían sido denunciadas por los sindicatos y partidos minoritarios de izquierda. Nada de lo que nos está ocurriendo es una sorpresa y se agravará aún más la situación si se firma el Tratado de Libre Comercio UE–EE UU. Aviso para navegantes.
Acostumbrados a poner el foco sobre los políticos corruptos e ineptos y sobre las medidas antisociales que toman, no prestamos atención a decisiones que se justifican en aras a la «libertad de mercado», aparentemente asépticas, pero que ponen las reglas de juego de la economía al servicio de grandes grupos financieros y empresariales, y que convierten en «sentido común» lo que no son más que intereses privados que traen como consecuencia esas medidas antisociales.
Los gobiernos se escudan en que «Europa obliga» como si las reglas de juego las hubieran puesto los ángeles y no se hubieran aprobado con la aquiescencia de los partidos liberales y conservadores, y con los socialdemócratas como comparsa. Y se escucha en Alemania, ¡hay que bajar salarios y pensiones para aumentar la competitividad frente a los españoles! y se escucha en España ¡hay que bajar salarios y pensiones para aumentar la competitividad frente a los alemanes!: el precio que estamos pagando a uno y otro lado es que vivimos cada vez peor.
En Europa, salvar a los bancos ha costado 3 billones de euros (de ellos, más de 150.000 en España) y los recortes sociales ascienden a 500.000 millones (de ellos, más de 70.000 en España). Y los 6 millones de parados en España contrastan con los 150.000 millones de aumento de las rentas de capital desde 2008, a costa de reducir el peso de los salarios en la renta nacional. Y es cruel tener 600.000 familias sin ingresos, cuando los impuestos a las empresas suponen solo el 10% de la recaudación fiscal y las grandes fortunas tienen una presión fiscal que no llega al 20% de sus homólogos en Suecia. ¿Y no es de juzgado de guardia pretender ahorrar más de 30.000 millones en los jubilados, para cumplir con el objetivo de déficit, cuando el peso de las pensiones sobre el PIB es del 10% frente al 13% de la UE?
Cuando se dice que estamos condenados a esta situación se miente descaradamente. No hay teoría económica racional que justifique la reducción del gasto social, la inversión pública y los salarios en todos los países de la UE como fórmula para generar empleo. Es, sencillamente, falso.
Se sabía que la construcción de la Unión Europea era una sucesión de procesos de integración que causarían desequilibrios entre territorios y grupos sociales, beneficiando a unos y perjudicando a otros; pero se argumentaba que estas dificultades animarían a profundizar en la integración, como vía para resolver la desafección ciudadana en los territorios perdedores. La lógica del proyecto nacido en el Tratado de Roma (1957) era, pues, que antes o después se acabaría en una Europa federal o confederal.
Este optimismo venía refrendado por las teorías de la integración comercial que afirmaban que un Tratado de Libre Comercio (1957) acabaría en una Unión Aduanera, para evitar la competencia de la desigual tasa arancelaria con terceros países; y que la Unión Aduanera (1968) pone en primer plano la competencia de las subvenciones a las empresas y de la desigual normativa fiscal y laboral entre territorios, aspectos que la crisis de los años setenta dejó sin abordar, pues todos los países se lanzaron a «empobrecer al vecino». Luego vendría la integración de España y Portugal (1986) y, como un cohete, llegó el Mercado Común (1992) que dio plena libertad al movimiento de capitales, confiando en que la inversión extranjera fluiría hacia los territorios atrasados y no abordó la necesaria homologación fiscal y laboral, por lo que unos países (España, entre ellos) quedaban condenados a convertirse en el sureste asiático de otros más avanzados en productividad.
Con esta limitación, el Tratado de Maastricht (1992) vino a reforzar la competencia entre países y en el siglo XXI se inició un proceso de adhesiones que nos ha llevado de 12 a 27 países, con una gran diversidad fiscal y laboral que las empresas aprovechan para chantajear a gobiernos y trabajadores, bajo amenaza de deslocalizar la producción. Compiten incluso trabajadores que pertenecen a filiales de la misma empresa (en estos momentos, Cemex tiene a la plantilla de San Vicente sometida a este chantaje).
Con el Pacto por la Estabilidad y el Crecimiento y con la Zona Euro (2002) se consolidó la estrategia. Se diseñó una política monetaria que beneficia a los financieros y a las empresas multinacionales (Alemania tiene mucho de todo eso); se prohibió recurrir al BCE para colocar la deuda pública, perjudicando a los países necesitados de financiación internacional; el presupuesto comunitario quedó como una gota en un océano; se obligó al déficit cero a los gobiernos y se premió la competencia fiscal y laboral entre países. Las consecuencias de estas reglas de juego eran previsibles: reducción del gasto y las transferencias sociales, reducción de los salarios y precarización del empleo. Esta es la crónica de los últimos años en cualquier país de la UE.
En los años del boom (2002-2007) las consecuencias apenas se hicieron notar, adormecidos por la burbuja financiera en toda Europa, y las protestas tuvieron poco eco social. Pero, tras la crisis, los gobiernos presentaron como inevitable lo que era fruto de decisiones que habían sido denunciadas por los sindicatos y partidos minoritarios de izquierda. Nada de lo que nos está ocurriendo es una sorpresa y se agravará aún más la situación si se firma el Tratado de Libre Comercio UE–EE UU. Aviso para navegantes.
Acostumbrados a poner el foco sobre los políticos corruptos e ineptos y sobre las medidas antisociales que toman, no prestamos atención a decisiones que se justifican en aras a la «libertad de mercado», aparentemente asépticas, pero que ponen las reglas de juego de la economía al servicio de grandes grupos financieros y empresariales, y que convierten en «sentido común» lo que no son más que intereses privados que traen como consecuencia esas medidas antisociales.
Los gobiernos se escudan en que «Europa obliga» como si las reglas de juego las hubieran puesto los ángeles y no se hubieran aprobado con la aquiescencia de los partidos liberales y conservadores, y con los socialdemócratas como comparsa. Y se escucha en Alemania, ¡hay que bajar salarios y pensiones para aumentar la competitividad frente a los españoles! y se escucha en España ¡hay que bajar salarios y pensiones para aumentar la competitividad frente a los alemanes!: el precio que estamos pagando a uno y otro lado es que vivimos cada vez peor.
En Europa, salvar a los bancos ha costado 3 billones de euros (de ellos, más de 150.000 en España) y los recortes sociales ascienden a 500.000 millones (de ellos, más de 70.000 en España). Y los 6 millones de parados en España contrastan con los 150.000 millones de aumento de las rentas de capital desde 2008, a costa de reducir el peso de los salarios en la renta nacional. Y es cruel tener 600.000 familias sin ingresos, cuando los impuestos a las empresas suponen solo el 10% de la recaudación fiscal y las grandes fortunas tienen una presión fiscal que no llega al 20% de sus homólogos en Suecia. ¿Y no es de juzgado de guardia pretender ahorrar más de 30.000 millones en los jubilados, para cumplir con el objetivo de déficit, cuando el peso de las pensiones sobre el PIB es del 10% frente al 13% de la UE?
Cuando se dice que estamos condenados a esta situación se miente descaradamente. No hay teoría económica racional que justifique la reducción del gasto social, la inversión pública y los salarios en todos los países de la UE como fórmula para generar empleo. Es, sencillamente, falso.
Clemente Hernández
Miembro del Comité de Formación, Debate y Reflexión ATTAC-Alacant
Artículo publicado en el Diario Información (25/11/2013):