Intervención de Clemente Hernández Pascual (Miembro de Attac-Alacant y exprofesor de la Universidad de Alicante), durante el
Buenas noches, gracias por su asistencia. Voy a centrar mi intervención en una breve pincelada a la ideología y al contexto que subyacen en las políticas presupuestarias seguidas en España, con mayor o menor énfasis atendiendo al color político del partido de gobierno.
Todos los fiscalistas suelen estar de acuerdo en que un sistema fiscal debe ser suficiente, equitativo y eficiente, y por tanto su eficacia se puede medir por la aproximación a esos objetivos finalistas. Como todos los gobiernos suelen justificar sus políticas presupuestarias, precisamente, en la búsqueda de esos objetivos, es notorio que en la práctica afloran diferencias sustantivas en su evaluación que remiten a pugnas ideológicas y de interés. Estos conceptos no significan, pues, lo mismo para todas las personas o se supone que hay que sacrificar unos para alcanzar los otros. Así, la “quiebra fiscal y el efecto nocivo sobre el empleo de los impuestos al capital y el gasto público” es, normalmente, el fantasma con el que se suelen justificar los recortes en los servicios de bienestar social.
Como Carlos Cruzado aportará datos suficientes para calificar al sistema fiscal español, yo prefiero situarme en el terreno de las ideas y del contexto que está detrás de las políticas fiscales que hemos seguido
LAS IDEAS
LA SUFICIENCIA tiene que ver con que los ingresos públicos sean adecuados para financiar el gasto público, pero este principio interpretado por el pensamiento neoliberal que hoy nos gobierna se traduce en una carrera para alcanzar el déficit cero todos y cada uno de los años, sin atender a la coyuntura del momento; mientras que en la tradición Keynesiana ese objetivo se evalúa a lo largo del ciclo económico, de tal modo que se produzcan déficits en etapas de desempleo y superávits en etapas de elevada inflación y pleno empleo.
Pero también este concepto alude al TECHO DE GASTO PUBLICO deseable. Así, para las ideologías más individualistas debe primar el consumo y la inversión privada frente al gasto público, que solo se justifica si no se puede suministrar por el sector privado, favorece el incremento de la productividad y se financia con tasas; pero para las ideologías más sociales, lo prioritario es la dotación de bienes y servicios públicos básicos y con carácter universal: esto es, garantía de rentas monetarias mínimas y consumo colectivo frente al consumo privado de bienes y servicios prescindibles y al que no tienen acceso todas las personas. No es atentar, pues, contra el consumo privado básico, sino que se trata de garantizar un sistema de previsión universal ante el riesgo de exclusión.
En cuanto a LA EQUIDAD, el pensamiento liberal y conservador atribuye al mercado la virtud de asignar rentas a cada cual según su mérito (en palabras técnicas, su productividad) y, por tanto, las diferencias de renta y patrimonio que resultan de confrontar la oferta con la demanda son legítimas y justas, pues cada cual recibe en función de su esfuerzo y utilidad a los demás. En otras palabras, los ricos y los pobres lo son porque se lo merecen y no tienen por qué contribuir más unos que otros a la financiación de los servicios públicos, que deben ser pagados con tasas e impuestos al consumo. A lo sumo, se puede tolerar un Estado asistencial que colabore con los mecenas privados en prácticas caritativas a la población menesterosa y evite los problemas de orden público asociados a la pobreza y la desigualdad. Utilitarismo del gasto social alejado de cualquier idea de justicia, pues al ser interiorizado como el coste de mantener la paz social y la legitimación de las desigualdades, reducir ese gasto es coherente con alcanzar una mayor eficiencia del sistema.
Esta idea interesada, ignora el desigual poder de negociación que en los mercados tienen las distintas empresas, empresarios y trabajadores; también ignora la evidencia de correlación entre la probabilidad de éxito en los mercados y la extracción social y familiar de la que se procede, así como de las condiciones generales del país y las reglas de juego económico impuestas y que benefician más a unos que a otros. En otras palabras, para las ideologías más sociales, la desigualdad de los mercados es injusta y debe ser compensada por un sistema fiscal progresivo, con una mayor carga impositiva a las familias y empresas de mayor renta y patrimonio y por la percepción de ayudas en dinero o en especie a las capas más desfavorecidas por el mercado. No es, por tanto, un problema de caridad o humanitarismo sino de derechos y justicia distributiva.
Por último, LA EFICIENCIA tiene que ver con el impacto de los presupuestos sobre la generación de empleo y el ciclo económico. Así, los liberales dirán que mejor esperar que las crisis las resuelva el mercado- aunque en el interín los pobres acaben todos muertos- y que el mejor Estado es el Estado mínimo y que incentiva la iniciativa privada, disminuyendo la presión fiscal a los empresarios y las barreras a las empresas.
Frente a esta idea que tanto daño causa en la sociedad, desde keynesianos a marxistas preferirán corregir al mercado, utilizando estabilizadores automáticos (como las prestaciones por desempleo) y financiando el gasto público con impuestos progresivos sobre la renta y el patrimonio de empresas y familias, y con deuda que financie la inversión cuando se genera desempleo en el sector privado. A su juicio, la desigualdad genera ahorro improductivo que alimenta la especulación y la inestabilidad, reduce la demanda interna y mantiene la miseria moral del individualismo, el dinero fácil y el despilfarro.
Es cierto que aquí hay que hilar muy fino, pues la sensibilidad del consumo y la inversión privada a la intervención pública depende de factores estructurales y coyunturales (por ejemplo, la apertura del país al entorno internacional, la correlación de fuerzas políticas y sociales y su cultura empresarial y laboral) que no son los mismos en todo tiempo y lugar. Y esto nos lleva al contexto.
EL CONTEXTO
Esta discrepancia de ideas y de intereses se plasma en los programas de los partidos políticos y en la orientación de voto de la ciudadanía. Ya para entrar en materia de lo que más adelante detallará Carlos, quiero recordar que desde los años ochenta el CRITERIO DE EFICIENCIA que se impone por los organismos internacionales (FMI, OCDE) es el del Estado Mínimo, o en su versión light, el Estado Subsidiario, esto es “reducir el gasto público, sobre todo el Social pues detrae rentas que no son aprovechadas por las empresas, vender empresas públicas al sector privado y reducir la normativa interventora para que las empresas tengan cada vez menos barreras en su actividad” sin datos que corroboren las bondades de estas ideas sobre el empleo y el bienestar social o tergiversando los mismos cuando la realidad dicta lo contrario. Es lo que conocemos como “globalización neoliberal”. Hoy, estos mismos organismos empiezan a reconocer que se equivocaron en algunos países y que en la UE se han cruzado las “líneas rojas” de algunas de sus recomendaciones, siendo más papistas que el Papa.
Miles de millones gastados en convencer de esa idea y el chantaje del capital financiero y las multinacionales en países cada vez más expuestos a la competencia internacional, por haber primado la extraversión de sus economías y el libre comercio y movilidad de capitales entre ellos, propició que EEUU y el Reino Unido primero, y después, por las buenas o por las malas otros países, cayendo como fichas de dominó, el “neoliberalismo” acabara por implantarse también en el continente europeo, incluso en países con una larga tradición keynesiana y socialdemócrata. Países emergentes, incorporación de la Europa del Este al mercado capitalista, China y multitud de acuerdos de libre comercio en el mundo han sido hitos que, poco a poco, han convertido esa cruzada ideológica en un “pensamiento único” que ha seducido, incluso, a capas de población perjudicadas con tales ideas.
En un contexto de enorme apertura a los flujos de capital financiero, tecnológico y productivo, como en un cesto de manzanas, la competencia por bajar salarios y reducir el gasto social ha acabado por generalizarse con desigual ritmo e intensidad en casi todos los países, en virtud de la mayor o menor capacidad de resistencia de la población. La UE como proyecto colectivo no ha sido inmune a esa ideología interesada que inicialmente se percibía como exclusiva de los países anglosajones. Bastó con que Alemania y los países nórdicos girasen el curso de sus políticas para que el Consejo y la Comisión Europea se sumaran a esa doctrina. En 1992 con los acuerdos de Maastricht-en los inicios de la crisis económica de los noventa y de la integración alemana- y su refrendo el 2004 con el Pacto por la Estabilidad y el Empleo – en pleno boom que se agotaría el 2007- el corsé que se impusieron todos los gobiernos de los países miembros de la UE fue de tinte neoliberal, reforzándose ese mensaje con la crisis económica: el austericidio como receta para todos. Me referiré brevemente al armazón de ese corsé desde la perspectiva de los tres criterios fiscales comentados anteriormente. Y con eso terminaré.
Para reforzar el esfuerzo de contención del gasto público se impuso una restricción fiscal (el máximo déficit del 3% con el objetivo finalista del 0%, caiga quien caiga, que se ha ido retrasando año tras año) y una deuda pública que no superase el 60% del PIB, financiada en mercados abiertos sometidos a presiones especulativas y sin posibilidad de apelar al BCE, criterios que también se están tambaleando. Todos sabemos el enorme sacrificio que ha sufrido la ciudadanía europea por la obsesión con el cumplimiento de estos criterios y el patrimonio colectivo que hemos tenido que vender al sector privado para tal fin. Con la paradoja de su persistente fracaso (deuda pública del 100% del PIB en España, por ejemplo y déficits que difícilmente llegarán al 3% antes del 2018)
Alguien dirá que quedaba la posibilidad de retrasar el objetivo de reducción del gasto público con la elevación de la presión fiscal. Ciertamente, hay margen, pero también para esto tenía respuesta la UE ¿Cómo disciplinar a los países que sucumbieran a esa tentación?. La idea era y es mantener una elevada competencia fiscal y laboral que afecte a los factores de producción con una gran movilidad en la UE (capital financiero, empresas internacionalizadas y la élite de los profesionales) por lo que se impuso una fuerte presión a TODOS los países para reducir los salarios y para bajar impuestos a las rentas del capital y profesionales de elevados ingresos, con el incentivo de paraísos fiscales en países miembros. Ya sabemos que los resultados de todo esto han sido los fuertes desequilibrios de las balanzas por cuenta corriente y el exceso de ahorro en unos países y deuda en otros que explotó con la crisis de 2007 con su secuela de desempleo, pobreza y desigualdad creciente en Europa.
El corolario de lo anterior es de cajón desde la óptica de la SUFICIENCIA. Las recomendaciones de la Comisión Europea van dirigidas a reducir el peso del gasto social sobre el PIB de la UE –para bajarlo de cerca del 29% al 25% como media – y el esfuerzo se exige tanto a los países que ya disfrutaban de una elevada protección social desde hacía varios decenios como a los que iniciaban con retraso un proceso de convergencia inacabado (caso de España que pasó del 15% PIB de protección social a principios de los ochenta a detenerse en torno al 20% a principios del siglo XXI, y siempre 7 u 8 puntos por debajo de la media de la UE).
La crisis agudizó esa presión ideológica para reducir el gasto social, por la mayor aportación que necesitan las prestaciones al desempleo y la demanda de fondos públicos para sanear las empresas privadas. En toda la UE el sistema fiscal se ha hecho más regresivo – con mayor peso de los impuestos indirectos – y con un mayor papel de las tasas en la financiación de los servicios públicos de bienestar general que se han reducido en cantidad y calidad. Hay pues un claro aumento de la desigualdad y el empobrecimiento, multiplicado cuando añadimos a ello el despilfarro de las arcas públicas, el fraude fiscal y laboral, que en España son de una magnitud escandalosa.
Aunque la música ha sido la misma para todos los países, cada gobierno ha escrito su propia letra. Y el PP nos deja en herencia una de las canciones más horrorosas de la UE. Pero de todo esto ya hablará Carlos… Muchas gracias.